1/11/16

La ensenanza del Rugby



La fortaleza de un equipo reside –a diferencia de lo que pasa en el fútbol– mucho más en el esfuerzo que en el talento.
Cualquiera que decide con convicción –y duro entrenamiento previo– que es capaz de tacklear, o al menos detener, a un rival que intente pasar con la pelota, tiene una buena oportunidad de hacerlo, por menos dotes naturales que tenga.
Del mismo modo, si hay algo que sirve en el rugby es que todos los jugadores sean muy distintos entre sí, y que cada uno pueda sacar mejor partido a su condición, lo que lo hace muy democrático, pero a la vez muy exigente.
En la cancha los necesitamos a todos: los altos, los bajos, los flacos, los gordos, los rápidos y los no tanto, los con buena patada o los con habilidades en las manos. La desigualdad (llena de esfuerzo individual y colectivo) es bienvenida.
No es la disciplina del idealismo, ni de la victimización. Es un deporte muy pragmático, donde el árbitro no se pierde en lo comunicacional, ni menos en los que reclaman. Si una jugada es dudosa, no tiene problemas de hacerse valer de la tecnología con el objeto de otorgar una mejor decisión. Los simuladores no tienen cabida: sólo terminan perjudicando a su propio equipo. Los incentivos están más bien puestos en resistir con reciedumbre y autodominio los embates del juego.

No es una competencia del exitismo ni de la comodidad. Difícilmente hay triunfos fáciles. 
Nadie puede “hacerse una pasada” en el rugby. 
 
La planificación, el trabajo a largo plazo son condición necesaria para lograr una victoria. Todo el esfuerzo –y sobre todo colectivo– en pos de un objetivo común puede derrumbarse en los últimos minutos, porque el equipo es tan fuerte como el más flojo de sus jugadores.

Y, definitivamente, no es un deporte para indignados. En una sociedad donde hemos manoseado y vaciado el contenido de la palabra “lucha” y la hemos llenado de reclamo, indignación, amargura, odio y resentimiento, nos cuesta entender que la verdadera pelea no es con el árbitro, ni siquiera con el rival, sino con uno mismo.

Aquí no hay excusas ni reclamos del tipo “por qué me pasa esto a mí”. Si alguien de dos metros de altura, 120 kg de peso y de gran habilidad física tiene la humildad para pedirle perdón al referí por la falta cometida, y acatar sin más su decisión –incluso cuando dicha decisión es inmerecida o derechamente injusta- tenemos una gran lección de resiliencia que aprender.

Por eso, la única manera de jugar el juego es respetando las reglas. Nadie intenta ganar un partido reclamando desaforada o masivamente ni menos intentando cambiarlas sobre la marcha, sin que ello impida que de tiempo en tiempo –y no mientras se juega un partido– éstas puedan revisarse para ver cuáles funcionan y cuáles no. Posteriormente, con calma y luego de mucha reflexión, ciertas reglas puedan evolucionar, ser modificadas o perfeccionadas gradualmente, sin desmerecer ni desconocer el valor de la tradición abierta a la evolución.

Decía un monje irlandés a los niños que debían jugar rugby para conocer el esfuerzo y el sufrimiento del trabajo en equipo; respetar la autoridad, crecer bajo la aceptación, valorar el silencio, y sobre todo, lo que cuesta ganar un metro en la vida y lo fácil que es perderlo por no saber callar.

Pero quizás la lección más relevante se entrega al final del partido, cuando el equipo ganador hace un pasillo y agradece el esfuerzo del perdedor, enarbolando quizás todo eso que hemos perdido como sociedad: educación, esfuerzo, respeto, silencio, trabajo, dedicación, responsabilidad y, sobre todo, humildad.

¿Quiere dejarles algo a sus hijos? Aun si usted no juega o no sabe las reglas, hágase un favor y cómpreles una ovalada; vale lo mismo que una redonda.

Eso sí, no espere una gratificación instantánea: se lo agradecerán en muchísimos años más, cuando nos acompañen en los minutos finales del partido más importante. Usted los esperará luego para celebrar juntos el tercer tiempo...